viernes, 21 de diciembre de 2012

LOS VASCOS

Mi abuelo Enrique Amondaray era un toro. Grande y fuerte como buen vasco. Y todo lo que tenía de grande y fuerte lo tenía de manso. Cabrón, pero manso. Una mañana, la Nieves Galván, mi abuela, también vasca, le recordó que hacía varios días le venía reclamando leña para el fuego, había poca y ahora casi nada. Hablo de tiempos en los que eran jóvenes y vivían en el campo. El abuelo, con indisimulado disgusto tomó el hacha y enfiló para el monte. Llegó y miró. Ni un árbol caído, nada. Ni un tronco grande. Ni una miserable rama en el suelo. Nada. El suelo estaba limpio y la única madera posible colgaba de los árboles. Y enumeró: Volver a la casa, agarrar la escalera, llevarla hasta el monte, treparse, hachar, llevar de nuevo la escalera hasta la casa, regresar al monte para buscar la leña. A esa altura del pensamiento, ya estaba agotado. No señor. Era demasiado. Entonces empezó a buscar entre los árboles, alguna rama floja, que quizá se cayera de un golpecito. Y buscó y buscó hasta que dio, allá en lo alto,  con una rama grande, astillada. Sonrió satisfecho. Afirmó el hacha en la mano. Cerró un ojo. Y apuntó. Como era de esperar, el hacha no volteó a la rama, pero rebotó. Cuando se le venía al humo, directo a la cabeza, hizo un visteo rápido y la esquivó. Pero él era muy grande y pesado y el hacha le dio de refilón en el hombro izquierdo, tatuándole una cicatriz para siempre. Largó el hacha y puteando al bendito, con el brazo ensangrentado, regresó a la casa. La abuela, mientras lo retaba firmemente, lo curó, le sirvió un vaso de vino y salió al monte a recoger ella la leña. Él sabía que ella lo iba a lograr. Imagino que el abuelo entonces sonrió y casi contento, debe haber pensado: Seguro que nunca más me va a pedir que vaya por leña. Ay, mis vascos queridos!


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