viernes, 21 de diciembre de 2012

BARNIZADOS

A fines de la década del 80, comencé a dirigir la grilla cultural del bar La poesía, mudado el bar a la mitad de la cuadra, en San Telmo. El problema del bar es que no tenía un espacio visible para los músicos y los poetas. Entonces llamamos a un carpintero para que pusiera en un costado una tarima. El encargado de la gastronomía era un joven español recién llegado, de nombre Martín. Era macanudo el muchacho pero aparentemente no se daba mucha maña fuera del mostrador. El asunto es que le digo: Mirá Martín, el viernes arrancamos la temporada con un espectáculo y la tarima, así como está, no queda bien. Habría que lijarla y darle un par de manos de barniz. Él estuvo de acuerdo y dijo que se haría cargo, me pidió que me desentendiera hasta el viernes. Vete tranquilo, me dijo. Mirá, le repliqué, que el barniz tarda en secar, habría que hacerlo antes del miércoles, a más tardar. Vete tranquilo, insistió. Y me fui tranquilo, nomás. El viernes pasé temprano, a eso de las 3 de la tarde para ajustar el tema del sonido, las luces y esas cosas. Y Martín mismo estaba dándole al barniz con un rodillo, ensartado en un largo palo. Barniz con un rodillo! Nunca vi cosa igual y ante mi sorpresa, sin que yo dijera nada exclamó: Así no piso la madera. En fin. Para no sonar decepcionado le pregunté: ¿Es la primera o la segunda mano? No, respondió, esta es la segunda! La primera se la di en la mañana! Para no amargarme, me fui raudamente. Por la noche la tarima relucía como una catedral. Resumiendo. Esa noche leyó sus poemas Héctor Negro y Carlos Andreoli cantó los poemas de González Tuñón, musicalizados por él. Yo veía que Negro transpiraba exageradamente y Carlos Andreoli me miraba y yo no entendía qué señas intentaba hacerme. El caso es que habían quedado pegados. Cuando terminaron, el público se acercaba a la tarima maldita a saludar y ellos no bajaban, apenas podían disimular estirando la mano para responder el saludo. Andreoli me susurró: Huguito, no podemos mover los tamangos. Entonces, derrotado ya, le grité a Martín, que estaba con cara de nada detrás del mostrador: Gallego, la espátula!


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