sábado, 22 de diciembre de 2012

BREVE HISTORIA DEL SURREALISMO

En el invierno de 1479, en una posada de Tilburg, Hieronymus Bosch soñó el futuro. En la afiebrada noche neerlandesa, la pesadilla lo arrastró hacia los rincones más insospechados, esos mundos de lo inalcanzable.

Al amanecer pintó imágenes jamás vistas hasta entonces. Intuyó que habría descubierto la mágica perla de occidente.

400 años después, en una ciudad distante, París, un grupo de jóvenes inquietos desentrañó el misterio. Hieronymus Bosch, descansa en paz ahora.

Había desatado la rebelión de la palabra.


viernes, 21 de diciembre de 2012

DIARIO DEL ÚLTIMO DÍA

Diciembre 21 de 2012

Hora 0:02
Salgo de la radio rumbo al hogar. Llueve copiosamente. Son siete cuadras y el cielo es de un color violáceo. El paraguas es inutilizado por el golpeteo permanente de unas mojarras que caen estrepitosas sobre el mundo. Corro.

Hora 0:11
Una enorme bola de fuego cae, voluptuosa, sobre tres vacas y un caballo que dormitaban en el potrero del viejo Melgarejo. Ni mosquearon.

Hora 0:18
Un relámpago hace un tajo en el cielo. Se escucha una carcajada atronadora.

Hora 0:23
Llego a casa. Entro. Cruzo el patio. En el aire se siente un fuerte olor a magnolias asadas.

Hora 0:26
Ingreso en la cocina, necesito comer algo. Sentados en torno a la mesa, dos extraterrestres abren una botella de Navarro Correas, malbec, cosecha 2007. Bebemos largamente y en silencio.

Hora 0:55
Abrimos otra botella.

Hora 1:34
Con un gesto delicado, me invitan a firmar un documento. No entiendo la letra pero lo firmo en señal de amistad.

Hora 1:49
Nos despedimos con amables besos y abrazos. Se pierden en la espesura de las mojarras que ahora caen por millares. Voy a dormir.

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Hora 8:37
El cielo se ve límpido en la mañana. Nada parece haber sucedido. Sólo queda ese olor penetrante, entre pescado y magnolia asada. Hay que aguardar lo insospechado.

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Hora 18:47
Está oscureciendo. La inesperada paz del día transcurrido se ha roto. Vuelven a llover mojarras, pero esta vez tienen larga cabellera.

Hora 19:22
Refucilos de neón cruzan el espacio. Por un lado es bella esta visión. Por otro, desanima.

Hora 19:50
Unas cosas rojas se bambolean por el aire para uno y otro lado. Parecen adornos navideños, pero no son adornos navideños. Son unas cosas rojas que se bambolean por el aire para uno y otro lado.
Producen unos ruidos sibilantes. Dan escalofrío.

Hora 20:10
Las mojarras olímpicas han cesado en su caída. Ahora, del cielo se desprenden enormes goterones de hirviente aceite mezcla. Sé que es aceite mezcla porque la oliva tiene una hermosa fragancia y además porque el hígado me indica que es aceite mezcla. No señora, mi hígado no se equivoca.

Hora 21:20
Muchos siguen como si nada ocurriera. Lo más extraño es la apariencia de que nada ha cambiado, no obstante, somos pasado. Esta es mi única certeza.

Hora 21:52
De unos altavoces o megáfonos cósmicos, caen frases sobre el mundo en una lengua indescifrable. Es aterrador no conocer el significado. Pero lo es mucho más, en verdad, percibirlo.

Hora 22:40
Todo es incertidumbre. No debo olvidar quién soy. Escribo mi nombre en la frente, el pecho, el estómago y las extremidades. Escribo Toscadaray por todo mi cuerpo. No llego a las nalgas. Ellas no me reconocen.

Hora 23:59
Se escucha un rumor de olas. El mar está lejano, sin embargo lo siento mojando mis pies. Todo es expectación y bruma.
Sigo esperando...


VALERIA VENDIENDO FLORES

Valeria era una piba dulce y risueña que vendía violetas o jazmines en los bares de avenida Corrientes. Cuando la conocimos no tenía más que 5 años. Si estaba acompañado le compraba flores y si no, también y se sentaba en la mesa con nosotros y la convidábamos con un pebete grandote y alguna gaseosa. En las noches de bohemia en Buenos Aires, esto era muy común por aquellos años. Valeria empezó a crecer y a tener una linda charla, entretenida, madura para su edad tan corta. Siempre nos sorprendía con preguntas y también con afirmaciones. Pasaba el tiempo y de tan preguntona, empecé a regalarle libros. Cuando aparecía por los bares, siempre tenía yo algún libro elegido en las mesas de oferta y se lo regalaba. Todos veíamos cómo Valeria crecía y se iba convirtiendo, de a poco, en una bella adolescente y cada vez más curiosa y cada vez más lectora y más conversadora. Llegó un tiempo en que dejamos de verla. Y casi, casi la olvidamos. Mucho después, una noche cenaba con amigos en Pipo. “Ravioles, doble tuco, doble queso, como siempre”, dijo una cálida voz a mis espaldas. Giré la cabeza y vi a esa bella mujer, soberana en su belleza, con un niño en brazos y el compañero a su lado. Nos abrazamos hasta las lágrimas. Empezamos a hablar los dos al mismo tiempo y a reírnos como lo hicimos durante años  en las mesas delos bares de Av.  Corrientes. Entonces me presentó a su compañero y le pregunté el nombre del pequeño hijo. Y ella, a su vez, me preguntó cuál había sido el primer libro que yo le había regalado. Aventuré un nombre, dudando mucho y me hacía que no con la cabeza y aventuré otro y nada y otro y lejos. No acertaba con el autor y me excusé que el tiempo pasado era mucho, que la memoria se pierde con los años. Entonces me dijo: Dame el nombre del poeta que más querés con el corazón. Sonreí y le respondí enseguida: Khayyam, Omar Khayyam! Y así lo habían bautizado. Omar, el nombre del primer poeta que ella había leído en aquellas ediciones que yo le regalaba. Ella que salía cada tarde de la Villa 6 en Lugano para vender flores por las mesas, ella que se había convertido en una mujer hermosa, ella que ahora sostenía un hijo en los brazos, ella que –con la vida en contra- se había recibido de licenciada en Letras.


PÁJAROS

Mi abuelo Enrique tenía un amigo asturiano al que le gustaban mucho los pájaros. Vivía en las afueras del pueblo y en el fondo extenso, tenía enormes jaulones diseminados por todos lados, repletos de aves pequeñas, de los más variados colores y formas. Al abuelo le molestaba esta costumbre de su amigo, porque los pájaros, decía, no son pájaros si no están libres. Entonces, cada sábado, el abuelo se sentaba a la sombra de un sauce y sacaba un monedero, señalaba cualquier pájaro al azar, ponía una moneda sobre la mesa por cada uno y les iba comprando la libertad a varios, así cada semana. El asturiano pensó, con el tiempo, en el negocio y entre jilgueros y cabecitas negras y cardenales, cada tanto incluía algún que otro gorrión, total, el abuelo no se acercaba a las jaulas, elegía la libertad desde la sombra del sauce. El abuelo, insisto, era vasco. Tratar de engañar a un vasco es poco menos que suicida. Ante la trampa, un viernes de madrugada, el abuelo tomó la decisión y entró a la finca del asturiano por la parte de atrás. Los perros ni ladraron porque lo conocían bien. No abandonó el lugar hasta que no liberó al último pájaro. Al amanecer las jaulas eran un desierto. El abuelo, como cada sábado visitó a su amigo. Al llegar fingió sorpresa, se agarró la cabeza con las manos, teatralizó la situación y le preguntó al asturiano qué había ocurrido con los pájaros! El asturiano entonces se tomó un respiro, miró con nostalgia las jaulas vacías, lo miró al abuelo y dijo: He soltado a todos los pájaros porque a mi amigo le molestaban las jaulas y entre unas jaulas llenas de pájaros y el corazón sin amigo, prefiero a mi amigo, aunque ese amigo sea un grandísimo hijo de puta!


MOISÉS CAROL

Moisés Carol, ocupó durante 30 años la página central del suplemento cultural del diario La Nación, una vez por mes, con su increíbles relatos de ficción. Entre sus muchos libros, figura una novela maravillosa, La gran sequía, que inaugura, en la década del 30, antes que García Márquez, lo que luego se llamó realismo mágico. Carol, santiagueño de nacimiento, pero cordobés por elección, era un hombre muy elegante, muy aristocrático y muy ingenioso. Por él viví una larga temporada en el faldón del cerro Uritorco, en Capilla del Monte, donde él estaba radicado desde hacía muchos años. Luego se mudó a San Marcos Sierras, una aldea muy cerquita de Capilla. Mi primer libro publicado se presentó en ese lugar antes que en Buenos Aires. Carol lo había organizado de ese modo y no lo iba a contradecir porque lo he querido mucho. Conste que Carol había pasado los 70 años y yo tenía apenas 30. El día que llegué a San Marcos, vi diseminados por los negocios, unas cartulinas escritas a mano que anunciaban la presentación de mi libro en casa de doña Elvira. San Marcos entonces era una población pequeña y carecía de casa de cultura, así que las actividades se realizaban en el gran patio techado de esa casa. Doña Elvira Castillo, por su parte, fue una de las mujeres más dulces que he conocido. Mientras se acercaba la hora de la presentación, yo pensaba que íbamos a ser unas 15 o 20 personas, como mucho. Y me equivoqué de cabo a rabo. Acercándose la hora de comenzar, mujeres con fuentes repletas de empanadas y hombres con damajuanas y guitarras, llegaban de todos lados, con sus linternas, pues no había electrificación de calles. Todo estaba muy oscuro, pero el patio de doña Elvira era un planeta. Todo Marcos Sierras estaba en ese patio. Y leí los poemas y los guitarreros cantaron y comimos y bebimos y en esa sola noche regalé los 200 ejemplares que había llevado de mi libro, de puro agradecido, por tanta ternura que sin conocerme me habían brindado. En un momento, Carol me separa del resto y me lleva hasta el fondo de la finca. En plena oscuridad, me señala una luz allá a lo lejos y me dice: Ves, Hugo, aquella luz chiquita? A ese no lo he invitado. Y por qué no lo invitó Carol? Entonces me respondió: Y cómo lo voy a invitar si ese es el policía!


BARNIZADOS

A fines de la década del 80, comencé a dirigir la grilla cultural del bar La poesía, mudado el bar a la mitad de la cuadra, en San Telmo. El problema del bar es que no tenía un espacio visible para los músicos y los poetas. Entonces llamamos a un carpintero para que pusiera en un costado una tarima. El encargado de la gastronomía era un joven español recién llegado, de nombre Martín. Era macanudo el muchacho pero aparentemente no se daba mucha maña fuera del mostrador. El asunto es que le digo: Mirá Martín, el viernes arrancamos la temporada con un espectáculo y la tarima, así como está, no queda bien. Habría que lijarla y darle un par de manos de barniz. Él estuvo de acuerdo y dijo que se haría cargo, me pidió que me desentendiera hasta el viernes. Vete tranquilo, me dijo. Mirá, le repliqué, que el barniz tarda en secar, habría que hacerlo antes del miércoles, a más tardar. Vete tranquilo, insistió. Y me fui tranquilo, nomás. El viernes pasé temprano, a eso de las 3 de la tarde para ajustar el tema del sonido, las luces y esas cosas. Y Martín mismo estaba dándole al barniz con un rodillo, ensartado en un largo palo. Barniz con un rodillo! Nunca vi cosa igual y ante mi sorpresa, sin que yo dijera nada exclamó: Así no piso la madera. En fin. Para no sonar decepcionado le pregunté: ¿Es la primera o la segunda mano? No, respondió, esta es la segunda! La primera se la di en la mañana! Para no amargarme, me fui raudamente. Por la noche la tarima relucía como una catedral. Resumiendo. Esa noche leyó sus poemas Héctor Negro y Carlos Andreoli cantó los poemas de González Tuñón, musicalizados por él. Yo veía que Negro transpiraba exageradamente y Carlos Andreoli me miraba y yo no entendía qué señas intentaba hacerme. El caso es que habían quedado pegados. Cuando terminaron, el público se acercaba a la tarima maldita a saludar y ellos no bajaban, apenas podían disimular estirando la mano para responder el saludo. Andreoli me susurró: Huguito, no podemos mover los tamangos. Entonces, derrotado ya, le grité a Martín, que estaba con cara de nada detrás del mostrador: Gallego, la espátula!


LOS VASCOS

Mi abuelo Enrique Amondaray era un toro. Grande y fuerte como buen vasco. Y todo lo que tenía de grande y fuerte lo tenía de manso. Cabrón, pero manso. Una mañana, la Nieves Galván, mi abuela, también vasca, le recordó que hacía varios días le venía reclamando leña para el fuego, había poca y ahora casi nada. Hablo de tiempos en los que eran jóvenes y vivían en el campo. El abuelo, con indisimulado disgusto tomó el hacha y enfiló para el monte. Llegó y miró. Ni un árbol caído, nada. Ni un tronco grande. Ni una miserable rama en el suelo. Nada. El suelo estaba limpio y la única madera posible colgaba de los árboles. Y enumeró: Volver a la casa, agarrar la escalera, llevarla hasta el monte, treparse, hachar, llevar de nuevo la escalera hasta la casa, regresar al monte para buscar la leña. A esa altura del pensamiento, ya estaba agotado. No señor. Era demasiado. Entonces empezó a buscar entre los árboles, alguna rama floja, que quizá se cayera de un golpecito. Y buscó y buscó hasta que dio, allá en lo alto,  con una rama grande, astillada. Sonrió satisfecho. Afirmó el hacha en la mano. Cerró un ojo. Y apuntó. Como era de esperar, el hacha no volteó a la rama, pero rebotó. Cuando se le venía al humo, directo a la cabeza, hizo un visteo rápido y la esquivó. Pero él era muy grande y pesado y el hacha le dio de refilón en el hombro izquierdo, tatuándole una cicatriz para siempre. Largó el hacha y puteando al bendito, con el brazo ensangrentado, regresó a la casa. La abuela, mientras lo retaba firmemente, lo curó, le sirvió un vaso de vino y salió al monte a recoger ella la leña. Él sabía que ella lo iba a lograr. Imagino que el abuelo entonces sonrió y casi contento, debe haber pensado: Seguro que nunca más me va a pedir que vaya por leña. Ay, mis vascos queridos!


ARTURO CUADRADO

A principios de los años 80, cuatro poetas fuimos invitados a dar un recital en la ciudad de Pergamino. Nuestro presentador era don Arturo Cuadrado, que con más de 70 años y un niño adentro, encabezaba cuanta actividad hacíamos con aquel grupo. Arturo Cuadrado, poeta español, capitán del 5° regimiento de la República, exilado en nuestro país tras la derrota, además de ser el fundador de Botella al mar, la primer editorial en Argentina dedicada exclusivamente a la poesía, era, nada menos que para Jorge Luis Borges, uno de los más grandes conferencistas que él había escuchado. Podría dedicarle varios páginas a Arturo, pero me limitaré a contar esta historia. Llegamos a la ciudad de Pergamino un día antes de la actividad programada y como teníamos tiempo, salimos a conocer el centro. De pronto vimos un edificio de tres plantas, abandonado, con un cartel en relieve y en franca destrucción que decía Hotel Roma. Nos detuvimos brevemente a observar la arquitectura antigua y seguimos caminando. Por la noche, cenábamos en un restaurante y un periodista del diario local, le hizo una nota a Arturo. En ella, este increíble fabulador, le dijo al periodista que en el año 33, cuando viajó por primera vez a nuestro país con García Lorca, cosa que era cierta, habían estado en la ciudad de Pergamino, cosa que no era cierta y más aún, explicó Arturo: Creo recordar que el hotel en el que estuvimos con Federico, se llamaba Roma. Y cómo desconfiar de un hombre anciano y tan prestigioso. Al día siguiente, en la tapa de ese diario y en letras enormes, todos leímos: En el año 33, Federico García Lorca, estuvo en Pergamino.